FERNANDO DORADO
Palabras de una de sus hijas en las excequias, en la iglesia de Santo Domingo de Popayán el 11 de junio de 2025
Por: PAULA ANDREA DORADO MORA


Gracias queridos amigos, amigas, compañeros, compinches, familias, caminantes de todas las luchas: mil gracias por estar aquí.
Gracias a quienes caminaron con mi papá, con Fernando en cada etapa de su vida: a quienes lo abrazaron en el barrio Alfonso López, a quienes compartieron con él en el Liceo, en los sindicatos, en las organizaciones sociales, a quienes lo acogieron y lo quisieron en El Tambo, ese pueblo que amó con todo su corazón, en Timbío, en Cali, en Bogotá y en tantos rincones donde dejó su huella viva. Al final de sus años regresó a Cali y murió en su natal Bogotá, con las personas que quería estar.
A ustedes, gracias, porque también fueron su comunidad, su fuerza, su espejo, su compañía.
Hoy esperamos no venir a llorar a Fernando. Esperamos venir a honrar su paso, su pensamiento, su vida rebelde y luminosa. Porque Fernando no se quedó quieto nunca: ni en sus ideas, ni en sus pasos, ni en su corazón.
Nació en Bogotá, pero su alma no quería conocer fronteras. De niño llegó a Cali, más adelante a Popayán, salió nuevamente y regresó a Bogotá. Fue andando por Zipaquirá, Montelíbano, La Guajira, la Costa Caribe, de forma aventurera, pero sobre todo como él siempre lo denominó: en el rebusque.
Sus huellas se esparcieron por los caminos de este país herido y, a cada paso, dejó preguntas, dejó organización, dejó cariño.
Fernando no se consideró un militante, ni tampoco un intelectual, era un activista social y político, como él se llamaba, pero sobre todo fue un hacedor de comunidad.
Pero no de esa comunidad cerrada en sí misma, sino de la que abraza la diferencia, resiste con alegría, y piensa mientras camina.
Era la comunidad que nace entre el fogón y la reunión, entre la palabra y la marcha, entre la olla comunitaria y la conversación, entre la utopía y el aquí y ahora.
Se sentía orgulloso de su vida aventurera, de no haber sido domesticado por los moldes del poder ni por los discursos vacíos. Nos enseñó, con una risa franca y una convicción firme, que la vida se vive de frente, que el pensamiento se construye con los pies en la tierra
y que la esperanza no es una consigna sino una forma de vivir.
Fernando fue optimista, increíblemente optimista, no por ingenuidad, sino por compromiso y porque su temple no le permitía desfallecer. Él fue vitalista, no por comodidad, sino porque creía profundamente en la dignidad de los pueblos. Nos deja muchas palabras escritas, muchas discusiones pendientes, pero sobre todo nos deja una forma de estar en el mundo: libre, amorosa, comprometida, curiosa.
Hoy no lo despedimos. Hoy lo sembramos.
En cada lucha justa, en cada conversación profunda, en cada joven que decide cuestionar el mundo con alegría y con rigor, Fernando vivirá.
Y como bien lo dijo el sacerdote, él sí se acercó a su propio proceso espiritual: un camino de “hacer el bien”, lo que él consideraba que era ese bien: sus causas, sus ideas, sus sueños de transformaciones; un camino de pensarse como los otros, de sentirse como los otros, de vivir como los otros, de vivir como vive el pueblo y así vivió. Lo que él consideraba coherente: sentir con espíritu, con empatía verdadera; vivir desde el alma y poco menos desde el ego.
Se preguntarán por qué estamos aquí, si él no era religioso, no somos religiosos. Pero encontramos en este sitio, en este espacio, un lugar de encuentro, de congregación, de reunión y, por el momento, de despedida de la vida terrenal.
Ese fuego que él encendió en muchos de nosotros, no se apaga.
Gracias, Papá, gracias Fernando.
¡Hasta siempre!
UBICACIÓN
Popayán, Cauca, Colombia